Amaneceres que recrean el mundo
Seríamos más felices si nos observáramos en cada amanecer y escogiéramos vivirnos.
El aire estaba quieto y frío. Así se describe en las novelas el amanecer. Pero hoy, al tirar las basuras, lo he sentido húmedo y con aroma a bosque. Casi podía distinguir el olor del granado y el lledoner. ¿Por qué huele tanto a estas horas y no así después?
Una vez salimos temprano a escuchar el amanecer frente a un lago. Abrigados y encapuchados, escogimos cada uno el lugar desde el que fundirnos con el momento. Esos finos minutos en que se mezclan animales nocturnos y diurnos, luz y oscuridad, y en que nosotros no hemos puesto en marcha la agenda mental que creemos nos define. La que detenemos cuando lo pasamos realmente bien o estamos concentrados.
Sentados en duermevela, ni dormidos ni despiertos, sentimos lo irreal del mundo, que era en esa hora, vaporoso. Sutilmente transparente, flojo de átomos, como si estos se hubieran distanciado para dejar entrever otras densidades que nos habitan, que somos. Percibimos con más sentidos que los habituales una experiencia que nos marcó profundamente.
Amanece cada día
Esta noche nos han cambiado el horario y por eso estoy una hora antes en la estación. Me he despertado como siempre y sin amanecer. Forzamos a nuestros cuerpos a adaptarse a ritmos impostados, y olvidamos lo bien que sienta despertarse naturalmente. Vivir naturalmente.
Mi suegro, en invierno, se metía en la cama al caer la noche -y hablamos de las 5 de la tarde-, y tan pancho. En verano, por contra, echaba un sueñecito en el margen de un campo, cuando el ritmo de las cosechas le apretaba. Era un hombre esclavo de los cereales, como se interpreta ahora al surgimiento de la agricultura: que los cultivos nos domesticaron -y no al contrario- en función de sus necesidades.
David Graeber y David Wengrow, en su libro El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, defienden otra tesis, a raíz de los recientes descubrimientos arqueológicos en el Creciente fértil y Turquía. Que la mayoría de los poblados neolíticos se negaron a ser agrícolas. Como mucho, los de tierras bajas, cultivaban en deltas de lagos y ríos, que limpiaban y abonaban los campos por ellos. Durante 3.000 años, la distancia que nos separa de la Guerra de Troya.
Practicaban, si acaso, una “agricultura esporádica”, sin esclavismos. Un plantar para servirse de las diversas especies como ropa, lecho, casas, artesanía, alimentos, medicina… Conocimientos que las mismas plantas les favorecían (intuición sensible), y que las mujeres acumulaban y difundían (ciencia).
Me gustaría vivir un amanecer prehistórico, envuelta en pieles hediondas, en una cabaña ahumada, teniendo que salir a hacer pis a la helada campiña, bajo la mirada atenta de un tigre, sintiéndome un animal deslumbrado por el nacimiento del sol, cada día, cada día...
Amanece para nosotros
Un amanecer es un comienzo. A los aries nos encantan los despegues. Algo se mueve, y hay que poner en marcha ingenio y creatividad para que llegue a ser real. Se descubren nuevas habilidades, se aprenden otras formas y temas, se repiten lecciones de vida, que deben superarse. Luego nos cuesta mucho la constancia, pero esto es otra historia…
No sabemos por qué, tras cada amanecer, el mundo sigue siendo el mismo. Y más cuando aprendemos con la física cuántica que los electrones pueden ser todo, y solo se materializan en algo concreto cuando una conciencia los observa. ¿Qué pasará con l’Estany d’Ivars, el lago donde amanecimos en grupo, cuando no estamos?
Algunas personas muy concienciadas espiritualmente se levantan a las 5h de la mañana, porque es la mejor hora para meditar. El fino velo entre lo que vemos y lo que intuimos, se diluye. Eligen vivir en su totalidad. Esto sí es constancia. No necesitan crear y crear proyectos nuevos sino ser en todas sus capas. Lo que equivale a un amanecer eterno.
-Hola, bon dia-. -Siempre es un buen día-, contestan a un cliente en el café donde cierro esta newsletter. Y que publico el fin de semana en que la línea entre vivos y muertes se refina, el del 1 de noviembre. Una frontera entre los que disfrutamos de amaneceres y los que se ríen felices de nosotros, porque no sabemos nada.