Algunos de nosotros necesitamos rodearnos de objetos. No solo porque nos humanizan -¿cómo se me vería si nos fosilizara un volcán instantáneamente, a mi casa y a mí?-. Ni porque son memoria material de nuestras vidas. Sino porque son bellos. O de fuerte personalidad.
A los arqueólogos les encantan porque permiten extraer de ellos una historia. Esther López Barceló, en su libro Invocar la memoria, “un ensayo sobre la épica de los vencidos, atravesado por los objetos que nos sobreviven”, enfatiza unos zapatos de tacón hallados en una fosa exhumada -los zapatos que se puso una mujer para ser fusilada-, que fueron el gran atractivo de la exposición Les fosses de Paterna, en Valencia. Personalizan los huesos.
“Lo que tenemos en vida nos identifica”, es la tesis de Esther. Y yo miro esta tarde a mi alrededor, y veo cuánto hay de mi casa de infancia, tan mágica. De mi etapa como terapeuta, que me enamoró de las piedras. De mi expresión artística, que tanto me llena.
Los libros, objetos-experiencia
Si algo claramente me define, son los libros. Por más que vendo, los presto, tiro de bibliotecas… continúan permaneciendo invariables en número en mis estanterías. Que a veces rebasan.
Cada uno de los que me acompañan desde siempre, son una experiencia tan profunda como un viaje o un mes en la montaña. También son los ojos con los que leí.
Tengo en mi memoria todos los que alguna vez ocuparon mi casa. Me sorprendo aún al no encontrar el que busco, o de toparme con uno inesperado. Una librería es una segunda vida, eterna fuente de sorpresa.
Los libros también son bellos objetos. Y nidos de polvo. Por eso hay que donarlos, venderlos o regalarlos. Sin ojos que los lean están muertos. Excepto aquellos que mueven mi corazón cuando los veo en la estantería. Como Sidharta, El principito, El nombre de la rosa, El conde de Montecristo, Bomarzo, El mundo según Garp… Son el alma de mi joven lectora. El hilo de mi historia personal.
Objetos que son reloj interno
De esto van, los objetos, de acompañarnos en la vida. Heredados, son un traspaso familiar, raíces. Atraídos por ellos, algo muy profundo nos une. Llegados como por casualidad (incluso regalados, ¡qué difícil!), nos muestran lo que también somos y no vemos.
Algunos de los míos tienen una esquina reforzada con celo o un pedazo roto rehecho con barro. Pese a las advertencias del fengshui de no acoger nada esquirlado. Forma parte de su historia: ajarse con el tiempo. Son objetos de no-valor, con los que nadie se enterraría en su tumba.
El budismo también nos enseña que no debemos apegarnos a ellos. Me sentí culpable por un tiempo hasta que supe que no hay que desecharlos. Basta con sentir que podrías prescindir, en un momento dado. Ah, bueno.
Objetos que resisten el olvido
A mí en particular me gusta alternarlos con cada cambio de temporada. Más joviales en verano. Más sólidos en invierno. Espero de ellos que cambien, como lo hacen los árboles, el tiempo. Y como lo hace mi sentir. Me dan la bienvenida en un día que llego cansada. Otros, ni los veo.
Les devuelvo su espacio cuando ordeno. Es entonces cuando más los miro. Asombrada porque a alguien se le ocurriera hacerlo. Intrigada por su historia. Admirada de sus formas.
Así es que cuando Anna nos ha invitado a organizar un mercadillo de objetos olvidados para Navidad, en beneficio de los afectados por la Dana. Recuerdo de inmediato las buhardillas que he habitado, tan repletas de objetos descuidados, que mi hermana y yo mirábamos los días de curiosear. De los que no he sabido nunca más. Es probable que sigan allí, hasta que la casa que los alberga sea su tumba. O pase un chamarilero.
Eso no. Eso no lo hago. Comprar objetos en mercadillos o anticuarios. Los objetos que me habitan son la breve selección de aquellos con los que he convivido. O que llegan, aún, a mi vida.
Yo no compro objetos. Ni hago uso de la ley romana -la nuestra-, que entiende la propiedad como el derecho a hacer lo que se quiera con algo, incluso romperlo, excepto lo que está limitado “por la fuerza o por la ley”. Me siento más cerca del sentir indígena que ve la propiedad como una negociación, como un cuidado.
Ni los vendo. No tengo nada que llevar al mercadillo de Anna. Y sí, curiosidad por lo que ella desecha. Aprovecharé para preguntarle por su relación con los objetos.
¿Y la tuya?
Hoy, leyéndote, casi te oía hablar…
Siempre has tenido un « algo » especial (que no sé etiquetar) en tu relación con los objetos que habitan tu casa; Si, habitan, tú no tienes objetos, tú compartes tu casa con objetos. 😁
Y con los libros que están en tu estantería, ya no te digo, los libros te conocen y los conoces; Sabes de ellos, si no ya no estarían ahí.
Recuerdo en Bismark que cada vez que iba a tu casa me prestabas uno y diría que el 95% me encantaban. Me decías « Olga, léete este… ».
Yo, la verdad es que tampoco tendría muchos objetos que donar, tantas mudanzas me han enseñado a ir ligera por la vida y arropada por aquello que para mí es « casa ».
🙏💚
Yo voy a reproducir las palabras del gran Ramon Lobo que decía
“El buró es la palanca que activa mi mundo personal invisible, el eje sobre el que gravita el orden exacto de los objetos que habitan mi casa. Alrededor de él se mueven los libros, las máscaras africanas, las pinturas haitianas, las piedras recogidas en playas, caminos y cementerios, los recuerdos familiares y los viajes. Conviven en una armonía aprendida, consensuada: proyectan un orden que proporciona sosiego. Son el enchufe que me permite escribir, pensar, sentir, o no hacer nada tumbado en el sofá.”
Siento que sus palabras representan en gran medida la relación que tengo yo con mis objetos. Especialmente me resuena la palabra SOSIEGO